El deseo nos impulsa a dirigir nuestra
mirada hacia una experiencia que esconde una pregunta para la que aún no
tenemos respuesta. Hunde sus raíces en la inconsciencia para llevarnos más allá
de ella. Nos puede colocar en una actitud de búsqueda, de expectativa
ilusionante o de excitación incontrolada. Pero también tiende a despertar
nuestros peores miedos. Aquellos que surgen ante la amenaza de que la imagen de
dignidad que pretendemos mostrar al mundo se quiebre y deje asomar algo
prohibido.
Cuando el miedo asoma, negamos el deseo,
y al negarlo cobra fuerza. Sigue pulsando en lo más profundo de nuestra mente,
esperando la tormenta perfecta para poder ser satisfecho, para entregarse a
experimentar lo incomprendido, lo misterioso, lo que queda fuera de los límites
de un sistema de pensamiento lleno de normas aprendidas.
Y así, muchos viven evadiendo las
tormentas para no despertar al Míster Hide que llevan dentro, impidiéndose a sí
mismos conocerse. Viviendo una vida escindida donde se confunde virtud con
buenismo. Donde el interés por la espiritualidad es más una huída de la sombra
que una verdadera atracción por la luz. ¿Quién querría ir a la luz cuando
siente que hay algo en la oscuridad que le intriga profundamente y le hace
sentir que se está perdiendo algo valioso?
Pero sucumbir a los deseos nos puede
llevar a la otra trampa del mismo juego: creer que es la satisfacción de
nuestros deseos lo que colmará nuestro vacío existencial.
Todo deseo cumple su función. No es un error.
Obedece a una perfecta ley de causa y efecto. La mente no puede evitar sentirse
atraída por aquello que no comprende aún. El deseo mueve el punto focal de la
conciencia para fijarlo en los aspectos oscuros de nuestra experiencia. Oscuros
por desconocidos o inconscientes, no por malvados.
Y cuando en lugar de pretender ser
dignos para el mundo, le damos dignidad a nuestro deseo, mirando en la
dirección que nos indica, sin juzgar el impulso y al mismo tiempo sin dejarnos
arrastrar por él, es entonces cuando puede surgir la claridad y la comprensión
que solo a través de la experiencia pueden ser integradas.
Llegar a ese punto suele requerir, en un
proceso de prueba y error, perderse muchas veces en cualquiera de los dos
extremos del espectro. Pero ¿qué importa? ¿No hemos venido a esto? ¿A
experimentar la limitación, la separación, la pequeñez, para acabar recordando
lo que de verdad somos?
El juego durará lo que duren los deseos.
Los deseos durarán lo que dure la inconsciencia. Y la inconsciencia durará lo
que dure nuestro miedo a mirar lo que deseamos.
¿Empezamos?
Pedro
Alonso Da Silva
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